Ya no escribo poemas de amor
no queda nadie para leerlos
no queda nadie para escribirlos
nadie quien golpee las teclas
ni nadie quien reciba los golpes
ya no quedas tú ni tu reflejo en la tinta negra
ya no está tu silueta en las sombras
dibujando letras
bailando
al ritmo de los golpes en las teclas
ya no quedan teclas
tampoco
de tantos golpes
ni siluetas en las sombras
ya no quedan ni sombras
ni nada
la luz las consumió
cuando la luz se consumió
y me dejó sola
sin sombras
sin letras
sin vos.
lunes, 15 de septiembre de 2014
viernes, 5 de septiembre de 2014
Otra noche.
Nos subimos al taxi. Éramos cinco, pero como éramos todas chicas, el chofer decidió ignorarlo. Pensé que no ibas a venir. No estaba en tus planes originales. Pero al final decidiste que venías. No sé si fue por miedo a perderte de algo o; no sé por qué fue.
Di la dirección del boliche mientras otra agachaba su
cabeza para no ser descubierta. Sostenía un vaso de plástico con vodka y
pomelo. Le pediste un sorbo aunque no te gusta mucho el vodka. Había tres
conversaciones a la vez. Yo participaba en todas y en ninguna. Te miraba de a
ratos, intentando no ser descubierta. De vez en cuando tú me mirabas a mí. No
sé cuán seguido.
Llegamos. Te bajaste tú y otra más. Se quedaron
charlando y pasándose el vaso de vodka. Puse dinero para el taxi. No sé cuánto.
Nos bajamos todas. Ajustamos nuestra ropa y nos arreglamos
el pelo. Estudiamos el lugar rápidamente. Era una calle sin tránsito. Otros
como nosotras poblaban la cuadra, fumando, sonriendo. Figuras tambaleantes a
metros de figuras durmientes. Allí, detrás de las paredes de yeso. Tú estabas directamente en frente de mí. No tenía
motivos para no mirarte. Nadie tenía motivos para no mirarte. Eras la más alta,
la más hermosa, la más interesante. Todos te mirábamos. Yo, sin hablar, te
miraba. Te miré sin cesar hasta que te obligué a mirarme. Permanecimos así,
mirándonos. Quizás era una cuestión de tiempo. O de orgullo. O de ambos. Te
miré más que las otras noches. Apenas unos segundos más. Lo justo. Ya estábamos
dentro del boliche.
No recuerdo pagar mi entrada. Caminamos bailando y
sonriendo, desvistiéndonos, algunas. Rodeamos nuestras cinturas con las
chaquetas. Nos sonreíamos, todas. Dos fueron al baño. Tú no, si no hubieran
sido cuatro en el baño. O quizás cinco. Está lleno, dijiste. Asentimos. Está
buena la música, dijo. También.
Esperamos en la oscuridad. Rayos de colores quebraban
su monotonía y te dibujaban sombras extrañas en la cara. Bailamos un poco. Qué
bueno que viniste, dijo. O quizás lo dije yo. Sonreíste y la abrazaste. Fue
ella. Permanecieron así un rato, bailando abrazadas. Sonreías con ojos semi-cerrados.
Ella presionaba tus manos que la rodeaban desde arriba. Apoyaste tu rostro en
su hombro y me miraste. Cómo estás, me preguntaste. Impresionante. Soltaste una
de tus manos y me acercaste hacia ustedes. Nos abrazamos. Las tres. Tu mano se
movió por mi espalda, apenas. Estábamos en la pista.
Ya ninguna tenía su chaqueta puesta. Las carteras y
abrigos formaban una pila en medio del círculo. Nuestro trabajo era protegerla
de los otros que bailaban. A veces alguien dejaba una parte del círculo
vulnerable y éramos invadidas. Nuestra torre se derrumbaba. Pero pronto la
reconstruíamos y cerrábamos el círculo otra vez.
Cada una tenía su baile estándar, su marca personal.
De vez en cuando, a veces impulsada por otra, otras por su propia iniciativa,
una de nosotras quebraba su ritmo rutinario y nos ofrecía un pequeño baile
inédito. A veces nos uníamos. Otras, solo lo observábamos. Siempre sonriendo.
Nadie hablaba. Solo se escuchaban palabras de aliento, cortas, festejándonos,
celebrando nuestro baile. Tú no hablabas.
Voy a buscar agua, dijiste. Te acompaño. Bueno, te
encogiste de hombros pero aceptaste. Me acerqué a la barra. Estaba lleno. Me costó
abrirme lugar pero tú fuiste paciente y permaneciste detrás de mí. Qué bueno
que viniste. ¿Qué? Giré mi cabeza y te vi tan cerca, qué bueno que viniste. Me
sonreíste. Sí. Estaba cansada y mañana tengo un almuerzo familiar, pero viste
cómo soy yo. Sí, vi.
Me empujan de todos lados. De repente siento una mano
que me rodea la cintura. Un cuerpo que se presiona contra el mío. Me paralizo.
Ya no quiero avanzar. Ya no hay competencia para alcanzar la barra. Cierro los
ojos. Escucho un susurro en mi oído. No importa qué decías. Importan las
caricias de tus palabras en mi piel.
¿Qué querés? ¿Qué querés? ¿Qué? …. agua. Perdón, un
agua. Mi cuerpo se siente ligero. Pago y bebo un sorbo de agua. Tú también.
¿Vamos?, y me dirigís hacia la torre y el círculo.
Hacemos otra ronda y el agua pasa de mano en mano.
Elijo ignorarte y me dirijo hacia mi izquierda. Ella sonreía. Hablamos de
cualquier cosa, siempre con oraciones cortas. Nos abrazamos. Es un abrazo largo
y profundo. Cuando nos soltamos tenemos otro entendimiento. Tenemos otra conexión.
Pero cuando termina y te miro, estabas de ojos cerrados. Lejos.
¿Un pucho? Dale, te acompaño. Yo también. Vamos todas.
Destruimos la torre y levantamos el campamento. Caminamos lentamente, como
flotando. La gente se abre a nuestro paso como puertas automáticas. Muchos
sonríen. Otros nunca nos ven. Rodeamos otras torres y otras cinturas. Salimos
de la mano.
Hay un pequeño espacio libre en el muro. Se sientan tú
y la del vodka. Tres prenden un cigarro, tú incluida. Te observo preguntándote.
Creo que entiendes. Vení, y te golpeas la falda. Me acerco y me siento en tus
piernas desnudas. ¿No tenés frío? No. Me acercas más hacia ti y largas el humo
hacia el otro lado. Tu otra mano descansa en mi pierna. Tiembla, apenas, pero
no de frío. No quiero volver. En mi mente se suceden historias, motivos,
excusas. Sé que no hay nada que pueda decir. ¿La estás pasando bien? Sí, ¿vos?
Re bien. Tenemos que salir más seguido juntas.
Me aprietas la mano.
¿Volvemos? Yo me quiero quedar un ratito más afuera,
necesito un poco de aire. Te acompaño, sugiero. ¿Te sentís bien? Sí, sí, solo
necesito un poco de aire. Hay mucha gente adentro. Pero está buena la música,
¿no? Sí, re buena. Ahora sí tengo un poco de frío, me decís. Te abrazo e
intento sacudirte el frío de los brazos. Me miras bajo tus párpados caídos. Te muerdes
apenas el labio superior. Siento mi respiración entrecortada. Aparto el pelo de
tu cara y deslizo mi pulgar por tu mejilla. Acercas esa mano a tu boca y la
besas suavemente. No, no, no, yo no quiero vodka.
Vuelvo sola y me aparezco por detrás de ti. Te abrazo.
Eres más alta, pero no importa. Me tomas los brazos y los ajustas a tu cintura.
Puedo sentir la presión de tus manos cálidas sobre las mías. Es más que otras
veces. O quizás no. Permanecemos así un instante, bailando. Lo justo. O quizás
unos segundos más. No sé.
Hubo otras veces como esta. Otros bailes. Otros
abrazos. A veces, otra me mira, como sabiendo.
Intento atraparte mirándome. Intento contar los
segundos. Intento crear reglas para medir tu comportamiento. Luego ajusto tu
comportamiento a mis reglas. O bien, ajusto mis reglas a tu comportamiento.
Siento que no hago otra cosa que observarte. Pero sé que no es así. Nadie se da
cuenta.
Ya hay menos gente. Aflojamos las defensas de la
torre. Ya casi nadie nos deleita con pequeños arrebatos de energía. Ya todas
nos estancamos en nuestros pasos de siempre, mirando ligeramente hacia arriba.
Pero no mirando. Tampoco quedan palabras de aliento. Ya está todo dicho.
Nuestros rostros podrían ser los rostros de cualquiera. Sonrisas cansadas.
Voy al baño, digo. Me acompañas. Tú y la del vodka. No
puedo hacer nada. En la fila la abrazas y me miras. Me miras como preguntándome
qué estoy haciendo. No sé qué responderte. La del vodka habla, ahora, sin
parar. Tú la sigues abrazando en silencio y de a ratos me miras. Quiero pensar
que estás triste, pero la verdad es que nunca supe leer tus ojos. Es mi turno.
Caminamos hacia afuera, vistiéndonos, lentamente. La rendija
de la puerta nos encandila. Cerramos más los ojos y salimos. Nos abrazamos a
nosotras mismas. El frío de la luz nos pone la piel de la gallina. Ajustamos
nuestra ropa y nos arreglamos el pelo. ¿Un pucho? Dale. Fuman tres, pero esta
vez las otras dos pedimos unas pitadas. Me pasas el cigarro y me observas fumar
un momento. Miro mi celular, y otras dos me siguen. No hay nada que ver. Pero
voy de un lugar a otro manteniéndome ocupada. Ya no te miro. La luz me asusta.
Me llega un mensaje. Es tuyo. ¿Venís a casa? Utilizo
toda mi energía en no levantar la mirada. Sonrío por dentro, o quizás se me
escape un poco por las comisuras de los labios, no sé. Siento tu mirada clavada
en mi cabeza gacha. Llega el taxi. No, cinco no. No entiendo qué está pasando.
Vamos a tener que dividirnos. Llamen a otro taxi. ¿Quién? ¿Quién? Tres y dos.
Dale, subite, te espetan. Te veo cerrar la puerta. Te veo mirarme a través de
la ventana. No sé si sonríes y me saludas. O si estás triste. Quiero abrir la
puerta. Quiero contestarte, pero no hay nada que responder. Te veo alejarte.
Miro mi celular. Te escribo. Te pido que me esperes abajo, que ya voy. Ahí
viene, dice la del vodka. Me subo al taxi. El celular en mi bolsillo. Da su
dirección, y después siguen, agrega. A dónde. Se despide. ¿A dónde? Miro mi
celular, temblando. A casa.
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