miércoles, 1 de junio de 2011
De por qué la yo de ahora le teme a la del futuro.
Había olvidado lo que se sentía pensar en el futuro y poder imaginar un panorama que no me dejase indiferente. Bah, había olvidado lo que significaba pensar en el futuro, y punto. Debo admitir que no recuerdo si las manos me temblaban desde antes de tomarme esa taza gigantesca de café bien negro (mi pequeña revolución en la cotidianidad: un "shock" entre mis compañeros de trabajo), o si fue el exceso de cafeína lo que provocó el ciclo de descargas eléctricas que desembocaban por las puntas de mis dedos. No sé. Sí sé que por las noches media hora de sueño sirve para engañarme por unos instantes: la luz del tiempo que quema mis ojos no miente. Varias veces debo entregarme al calor de la cama, abrazando la almohada, porque el aire es frío, helado, y desvanecerme entre historias protagonizadas por pocos personajes y demasiadas caras. Tampoco me sorprende que los dedos deslizándose por estas teclas vistan harapos corroídos por la ansiedad. ¿Y llaman a esto mirar al futuro? ¿Consumir toda mi energía a mitad de jornada para luego debatir como soldado alerta en turno de guardia? ¿Y qué sentido tiene? Ella que observo desfilar en una plétora de imágenes exprimidas de todo encanto, como epílogo apurado, no soy yo. Una Potencial, como las hay tantas otras, como las hay infinitas. Allí, un segundo más allá, soy absoluta, inconmensurable; perfecta. Aquí soy una. Soy débil y soy limitada. Entonces, dime, ¿qué objeto tiene mirar más allá, cuando el más allá traerá, irrevocablemente, la decepción?
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