Mirando desde abajo, en el frío y duro piso, allí donde solía permanecer por unos minutos, momentos antes de ver su espalda alejarse para siempre, contuvo sus más primitivos impulsos. Al menos había terminado para siempre, pero se equivocaba, siempre volvía. (No, ya no.) Allí se abrazaba las piernas y bajaba la cabeza. Ya no caían lágrimas para entonces, se habían agotado. Allí lograba tranquilizarse, para luego caer con más tempestuosa fuerza. Allí se hablaba y alentaba, allí se armaba nuevamente. Allí intentaba componerse. Buscaba el espejo que le devolvía la cara manchada, rendida, los ojos hinchados y la boca tensa. Le gustaba contemplarse un rato, verse así, recordar esa imagen para siempre, prometerse ya no volver a verla jamás. Respiraba hondo. Pasaba una mano suave sobre sus mejillas. Invocaba una sonrisa ensayada. Probaba su quebrada voz.
Entonces regresaba. Volvía a encontrarse con los suyos con su nueva cara, la que había construido para ellos minutos atrás. Pero debía apurarse. Sabía que no duraría mucho. Así es que encontraba la forma de excusarse y llegar al fin a su refugio, donde se desencajaba al instante, donde su cuerpo se doblaba en espasmos de dolor, donde su cara se arrugaba y contraía, donde decidía que "ya estaba bien".
Que hoy debía terminar. Ya no tenía arreglo. Debía ponerle un fin, y dejarlo atrás. Pero para ella siempre existía el día siguiente. Incluso en la cúspide de su fatalismo, esa vorágine de posibilidades la hacía sonreír. Mañana. Se alzaba misericordioso como un poderoso faro en la oscuridad. Y así, hecha un ovillo en la ahora gélida cama, se quedaba dormida entre la miseria soñando, quizás, en que el despertar sería más dulce.
Esto es la depresión.
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